(Infobae Tecnología) | Con más de 120 millones de casos y 2,6 millones de fallecidos, el COVID-19 causó un trauma más grande que la Segunda Guerra Mundial, según indicó la OMS, y pasarán muchos años antes de recuperarnos, además de las muertes y la afectación de nuestra salud mental, la desocupación y otros efectos colaterales que mellan en nuestra forma de vivir tal y como la conocimos pre SARS-CoV-2. Lo inesperado y masivo de la propagación de la mano de la industria aérea y la movilidad global con algo más de 200.000 vuelos diarios que se producían, transportaron el virus a todos los rincones del planeta a una velocidad espeluznante. Nunca antes en la historia la tecnología y la infraestructura existentes fueron portavoz de la obligatoriedad de no movernos de nuestras casas y convertir nuestra existencia a bit y bytes. Nadie estaba preparado para esto y las consecuencias están a la vista.
En 2020 los ciberdelincuentes explotaron las debilidades y vulnerabilidades tecnológicas, hicieron uso del temor y la emocionalidad que nos abrumó y centraron su actividad en las personas con engaños, organizando sus ataques para sacar provecho de la falta de conciencia o situaciones que toman a la gente de forma desprevenida.
El COVID-19 implicó que las personas pasaran más tiempo online en casa, lo que generó una mayor demanda de contenidos. Es por esto que reforzamos y alentamos a que las organizaciones se enfoquen y piensen en las personas, además de soluciones tecnológicas, ya que el impacto que generó la industria del ciberdelito en gran medida tuvo que ver con cómo las conductas de los humanos se vieron afectadas por la pandemia. Ante este nuevo escenario no todos los incidentes se vincularon exclusivamente con un ataque; en muchos casos se trató de prácticas o conductas de seguridad deficientes, o incluso inexistentes y del “factor humano”.
Nunca antes se registraron tantos delitos informáticos: hubo un incremento del 300% en los ciberataques una vez declarada la pandemia e iniciada la cuarentena, y fue del 70% el aumento en los delitos y estafas online. La constitución de bandas organizadas para estafar y robar fue una realidad durante 2020, lo mismo que su eficiencia para la comisión de delitos y para -por ejemplo- reducir a la mitad en menos de un año el tiempo de ejecución de un ciberataque. La variación, creatividad, velocidad, sofisticación y eficiencia no tiene precedentes: phishing, malware, data breach, Distributed Denial of Service (DDoS), ransomware, cryptohacking, sextortion y pornovenganza han sido ejecutados mayormente a través de smartphones.
Más conectados que nunca a Internet, en muchos más dispositivos y muchas más horas que antes, surgen nombres tan infrecuentes prepandemia como Zoom, Meet y teams. Ahora son un miembro más de la familia. De hecho, hace exactamente un año la palabra “Zoom” fue una de las más utilizadas para suplantar identidad y engañar a usuarios. Los dispositivos que previamente usábamos para gastar nuestro tiempo en redes sociales hoy se convirtieron en nuestro medio de vida 24×7, además del cuidado de los chicos para que asistan a clases virtuales y hagan la tarea, así como encargarse de la casa y el trabajo.
Los seres humanos necesitan volver a socializar: familia, asado, fútbol, boliche, el club, trabajo y todo lo demás, pero la nueva forma de trabajo se instaló definitivamente. Vamos a seguir trabajando online desde nuestras casas y acomodándonos según el momento, y cada tanto iremos a alguna reunión en carne y hueso. Hoy 50% de la fuerza laboral hace trabajo a distancia, 15% ya había tenido experiencia en trabajo a distancia, y 35% son nuevos “teletrabajadores”.
La ansiada transformación digital de la que muchos gurús hablaban en sus PowerPoints se aceleró a pedido de la pandemia, y la complejidad abrumó las capacidades del management, estresó la infraestructura y puso en jaque a la ciberseguridad, ocultando las amenazas emergentes. En razón de esto quedó en claro que las empresas y los gobiernos han demostrado ser mucho menos ágiles que la industria del ciberdelito. La vida cotidiana se vio trastocada y los efectos menos esperados se produjeron sin siquiera poder anticiparlos. El transporte público colapsado por los piquetes y los congestionamientos de tránsito por un corte de calle quedaron en el pasado, lo que implicó también un ahorro significativo en costos operativos, nafta, luz, vestimenta y comida, entre otros.
El mismo proceso que instantáneamente decretó que podíamos trabajar, estudiar, sociabilizar, festejar un cumpleaños o conseguir pareja de manera online provocó que muchos edificios de oficinas cerraran definitivamente. Las oficinas como las conocimos se extinguieron en 2020, las llamadas por teléfono y las reuniones se convirtieron en videollamadas y los viajes por trabajo se redujeron sensiblemente. Para muchos la ubicación de la casa cerca del trabajo ya no tiene sentido; la ubicación física pasa a un segundo plano para las empresas.
Capacitar nuevamente y desarrollar otras habilidades es completamente necesario, lo mismo con la educación en todos sus niveles, ya que nunca volverá a ser como antes. Será una opción estudiar offline: lo híbrido es lo que viene. Evitar aglomeraciones en los sanatorios y hospitales demostró que una consulta médica se puede llevar a cabo por videoconferencia. Los espacios comerciales y grandes shoppings parecen estar condenados a desaparecer con el tiempo a manos de gigantes del eCommerce y de otras plataformas de RRSS que incluirán capacidades de comercialización online y medios de pago.
La productividad tiene más que ver con el control de la fatiga mental y ya no depende de un jefe que supervise lo que hacemos. Se trabaja por objetivos y bajo un modelo de eficiencia sin horarios. Todas las actividades repetitivas se vuelven “virtuales”: gimnasios, cines, entretenimiento, yoga. La tendencia es que a veces asistiremos físicamente pero los costos no darán para mantener las infraestructuras que se tenían antes: la empresa tradicional llegó a su fin en el 2020.
En este mismo megaproceso instantáneo, el devenir de la ola de conversión de nuestra vida a formato digital también provocó que nuestros datos personales, regados por todas las nubes a nivel global, se convirtieran en un instrumento cada vez más valioso. Toda nuestra vida está en nuestro(s) dispositivo(s), donde dejamos pista de absolutamente de todo -lo oficial y lo que no queremos que nadie vea-, por lo que debemos tener cuidado. Por más que lo borremos, el historial de WhatsApp queda registrado en algún lado, solo hay que saber buscar como lo hace la industria tecnológica, que se cansó de generar patrones de conducta de usuarios a partir de nuestra actividad para ofrecernos los servicios y productos que más nos gustan o deseamos. Aunque no lo sepamos, ellos sí.
Mediante la utilización de apps de monitoreo de COVID-19, más allá de las diferencias culturales y políticas en los distintos países, los dos puntos principales en juego fueron la identidades de los usuarios y el almacenamiento y resguardo de los datos. En 2020 calculamos que se filtraron alrededor de 25.000 millones de registros, por hackeos, impericia o negligencia.
La otra cara de la pandemia que nadie vio son los chicos: más expuestos que nunca, el contexto de pandemia es caldo de cultivo para los distribuidores de material de explotación sexual infantil. Las víctimas no asisten a la escuela o lo hacen parcialmente, por lo tanto permanecen hiperconectadas, mientras que los agresores esconden fácilmente su identidad y se cuentan por millones. Las plataformas relajaron los controles y además en muchos casos el abusador es un miembro de la familia, por lo que el aumento de este tipo de casos fue inexorable.
Estimamos que a nivel mundial la actividad de explotación sexual infantil aumentó un 30%. Un 59% del contenido sexual con menores de edad es practicado con niños de 0 a 13 años, y 80% de las víctimas de este tipo de violencia sexual son niñas.
Los pandemials que nacieron en 2020 fueron alrededor de 100 millones, que llegaron al planeta en medio de esta drástica fase de transición social mundial, además de la crisis económica y la altísima dependencia de los recursos tecnológicos. Esta nueva generación se criará con el “distanciamiento social” y la “bioseguridad educacional”, que se impartirá en las ciudades.
La innovación, la tecnología y lo natural son la base de la nueva realidad, pero el factor humano aparece como un componente fundamental de cara al futuro un tanto incierto aún. Por lo tanto debemos cambiar y adecuar nuestras conductas en el 2021 y prepararnos para la próxima crisis.